domingo, 27 de febrero de 2011

El 9 de mi barrio.

Un enganche, una gambeta, nunca. Es que al negro no le podías pedir lujos, porque el talento no le daba, para nada. Aún así, verlo era un espectáculo. Desde muy pequeño se enfrentó a los defensas más duros del barrio. Y para eso no se necesita talento, se necesitan huevos. Le tocó ser hincha de Colo Colo en una zona totalmente dominada por hinchas del archirrival. Si un día le tocó jugar con unas 20 miradas asesinas y el ruido de sus cortaplumas golpeando la reja que bordeaba la cancha. El negro no se amilanó, más por inmadurez que valentía, y fue todo el partido para adelante, metiendo como un toro enceguecido. Logró anotar una docena de veces. Guapo, furibundo, brutal. Desde los 13 que jugaba religiosamente todos los domingos y un par de días a la semana más y así hasta los 17. El mito decía que ya había marcado mil goles. Si me preguntan a mi, yo creo que más, varios cientos más. La cancha le quedaba a dos cuadras exactas de su casa y a un par de cuadras más, tenía el estadio nacional. El mismísimo estadio nacional, como no iba a ser futbolizado el negro. También supe que fue su abuelo el que le metió la pelota en la cabeza y su mamá lo llevaba al estadio a ver la selección. Sí, su madre. A mi me tocó verlo varias decenas de veces jugar, en los típicos campeonatos que el barrio organizaba. Y me tocó verlo guapear con defensas que por ejemplo, luego estuvieron presos. Patos malos. Pero él, siempre fue en busca de todas las pelotas como si fueran la última. Siempre. Y se ganó codazos, fouls malintencionados, y varios garabatos de alto calibre. Me tocó verlo parar la pelota con el pecho y meter una chilena impresionante. Me tocó verlo cabecear un corner sn su propia área, para meterla en el arco enemigo. Usted me va a decir “era Baby Fútbol”, pero yo le pregunto si usted ha visto algo semejante. En serio, le pregunto. Yo he visto un par de miles de partidos en esa cancha y nunca he visto algo así. También lo vi hacer goles desde el suelo, como el que un día hizo Martín Palermo en la bombonera, por la libertadores al mismísimo Colo Colo. Y Palermo es ídolo por eso, por sus goles llenos de esfuerzo, garra, insitinto, coraje, no por su talento, porque tampoco tiene. Porque yo le digo, todos los fin de semanas veo cabros que se pasan a todo el equipo rival, que se devuelven y terminan la jugada con un gol de taco. He visto miles, pero lo que hacía el negro, jamás en mi vida lo vi. Una vez lo bajaron fuerte, con una patada malintencionada. Y quedó en el suelo varios segundos. Y en el barrio no hay camillas, no hay médicos, no hay fair play y ese spray que se echan los jugadores, no se conoce. Con la canilla y el codo sangrando, tiró el penal. Un puntete al fondo de la red. y Siguió jugando como si nada, la media hora que quedaba. Hizo una media docena de goles más. Y se fue con el triunfo en el bolsillo. Días después me tocó verlo tomando micro, con la rodilla inmovilizada por una férula, un yeso que lo acompañó por varias semanas. Jugó lesionado la mitad del partido, usted sabe lo que duelen las lesiones de la rodilla, pero el negro corrió y metió tanto, como para que nadie lo sospechara. Así es en el barrio, así se mete y así se sobrevive. Nunca hubiera llegado a ser profesional, le repito, no era talentoso, no era “bueno pa la pelota”. Quizás ni siquiera hubiese podido jugar en tercera, porque no hubiese aguantado el ritmo de un partido de once por lado. Pero siempre metía, como si fuera su último partido. Y un fin como el que tuvo, no se lo merecía. A mi me tocó verlo tirado en el suelo la noche del 11 de septiembre, día que se celebra en Chile lo que usted sabe. Venía tranquilo con su amigos, y una cruzada distraída en la avenida más cercana a su casa y un conductor distraído, le quitaron la vida. Estuvo como 30 minutos tirado en el suelo. Yo lo vi, yo llegué a verlo, sí, a despedirlo sin saberlo. Una treintena de personas lo rodeaban, las micros pasaban lentito por su lado y los curiosos eran testigos de su ocaso, sin saber quien era ese chiquillo. Ellos siguieron por su lado, y quizás contaron en sus casa que vieron a un cabro botado en el suelo, atropellado, y luego prendieron la tetera y se tomaron un té. Pero esa gente que estaba ahí, que lo había visto desde chico pegándole a la pelota, jugando de esquina a esquina en la calle de su casa, haciendo paredes con la cuneta, o le había reclamado porque había roto un vidrio, esa gente iba a quedar con un dolor clavado en su memoria. Yo llegué poquito después del accidente y el negro como siempre, tiraba la talla. ¿Cómo? se preguntará usted. Es que por eso era querido el negro. Por eso además, era un personaje. En la cancha era una bestia, pero en la vida, en la vida era un “loco lindo”. Siempre con una sonrisa en la cara, siempre con una talla, iluminaba los lugares con sus carcajadas, con su alma. Su padre fue el que llego primero de su familia a verlo y en su cara vi que la vida se le iba a él también. Segundos después llegó su madre y de eso, de eso no quiero hablar, no te quiero contar, porque no, no se puede explicar. No me atrevo. Pero imagínate la pena más grande y multiplícala por todo el amor de una madre a un hijo. Disculpe que me quiebre, pero no hay palabras. Segundo a segundo, al negro se le iba apagando la vida. Todos lo vimos, todos lo lloramos. No se merecía un final como ese, pero usted ya sabe como es la vida. Muchas veces es justa y otras veces no lo es tanto. Mientras se le apagaba la vida, el negro entró como en un sueño y comenzó a delirar. y dijo algo que todos escuchamos clarito, yo estaba ahí, yo no le miento. El negro seguía jugando pero esta vez, al parecer ya no estaba en su cancha de siempre, en la del barrio. El negro ahora estaba en el lugar que siempre soñó estar y aprovechó la ocasión para decir lo que supongo, siempre soñó decir en un estadio lleno, al final de un partido importante: “a mi madre que siempre creyó en mi, te amo, celebramos en casa".

Malas coincidencias.

Se me enredo un dolor con un sueño. Una alergia con un resfrío. Todos perdimos, así nos daremos cuenta. No estoy seguro de que tanto daño haga esta bomba. Tengo una esperanza oculta, de que un día todo vuelva a ser lo mismo. Lo que queda es guardar el secreto. Esconder el orgullo y por sobre todo, cerrar la boca.

domingo, 6 de febrero de 2011

Defensa.

Cuenta la historia que Elías Figueroa, para muchos el mejor jugador de fútbol Chileno de la historia, era famoso por dos cosas: su elegancia al salir jugando después de un furibundo ataque y también por su fiereza al marcar a los delanteros del equipo contrario, sin escatimar en violentos artilugios como el codo a la altura del rostro, la patada corta, el puñete en el bajo vientre, etc… Luego tuve la suerte de conocer al gran defensa de Colo-Colo, Lizardo Garrido. Él era un jugador leal, pero muchas veces se veía obligado a jugar sucio, claro, era parte de su oficio. Pero Lizardo no se hizo famoso por sus patadas, ni sus entradas fuertes al límite de la roja, no señor. Garrido fue famoso por su cintura, que le otorgaba la capacidad de “quebrar” al rival y salir jugando sin mayor dificultad. Finalmente llego a los dos defensas que marcaron mi vida, Don Pedro Reyes y Javier Margas. Y aquí me quiero detener, no por que ellos sean los más talentosos, para nada. Es más, creo que si hubieran sido talentosos, jamás les hubiera escrito unas líneas, no. Esta dupla de centrales, que nos llevaron a Francia 98 no eran nada del otro mundo. “3” clásicos y apodados como las "torres gemelas" (tanto por su altura como su inmovilidad) eran defensas limitados pero voluntariosos, corajudos, aguerridos, ¿qué más necesitamos?. Lentos, pero solidarios, de talento modesto, pero fieros en la marca. Un ejemplo, de todas maneras, ellos son un ejemplo. Ahí te espero hoy, amigo del ayer. Con el codo en la cara. Con el pié en ristre, a lo uruguayo. Porque no, no quiero perdonarte más. Esta película ya la vi, y no la quiero ver más. Te devuelvo todo lo que me diste, todo porque esta noche, no me importa. Ahora la despejo desde adentro, y así como lo hizo don Elías, espero a que se ilumine mi cabeza, pero no para marcar un gol de antología, si no para que me borre que algún día estuve sentado en tu mesa. No te perdono y me alejo sin si quiera intercambiar mi camiseta. No hay aplausos, no hay flashes. Ya no hay nada.